El cine: representación onírica del mundo interior

El cine: representación onírica del mundo interior
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Recientemente, volviendo a ver el extraordinario episodio número sesenta y tres de ‘Los Soprano’ (‘The Sopranos’, David Chase, 1999-2006), titulado ‘La prueba del sueño’ (‘Test Dream’) me doy cuenta de que no existe nada como el cine para acceder al mundo interior de los personajes, y para representarlo del modo más bello, es decir, más poético, posible. Esto va en contra, naturalmente, de los postulados del Realismo, corriente artística que impugnaba la reproducción fiel de la vida, surgiendo como respuesta al Romanticismo. Para el Realismo, corriente más científica que estética, existe una realidad ontológica absoluta, totalmente independiente de la observación. Así, busca potenciar lo costumbrista y cotidiano, con el artista convertido en un mero cronista, con los diálogos siempre como reflejo del habla popular, anteponiendo el determinismo (el pensamiento y la acción humana determinados por la causa-consecuencia) a las emociones, sentimientos e ideales del hombre, como si el arte tuviera que “demostrar” la existencia y el devenir de la vida. Y en esas seguimos, en la mayoría de quehaceres artísticos.

Se imaginará el lector hasta qué punto me parece despreciable y servil el Realismo. Si eliminamos el punto de vista, la observación pura, el subjetivismo de los personajes y/o el autor; si pretendemos explicar algo con el arte, demostrar una causa-efecto, especular con un sentido para la realidad (la cual, mirada con un poco de sensatez, carece por completo de sentido)...si hacemos todo eso, ¿dónde queda el cine? Precisamente creo que el cine, como la literatura o la música, existe no para reafirmarnos en nuestros prejuicios o filtros éticos, más bien para cuestionar la realidad, para romper esta esclavitud en mil pedazos, como respuesta furiosa y apasionada a una necesidad intelectual, emocional y espiritual. El cine sigue siendo, en su mayor parte, el cuento de la vieja, historias o fábulas a las que se concede demasiada importancia. Pero siempre importa más el cómo (la forma, la estética) que el qué (la trama, la historia). Por eso el cine es más un recuerdo, o mejor aún, un recuerdo soñado, cuando más y mejor nos golpea emocionalmente, anímicamente. A fin de cuentas, recordar significa, “volver a pasar por el corazón”, ¿y un recuerdo soñado? Para ver realidad en el cine, ya tengo la realidad, y no me gusta.

Lo onírico: imagen absoluta

Sólo en nuestro interior somos totalmente libres, y nuestra imaginación la llave para que la realidad se desmorone por fin. En la obra maestra de 1961 ‘El año pasado en Marienbad’ (‘L’année dernière à Marienbad’), dirigida por el gran Alain Resnais, que todavía vive y continúa haciendo películas, se demostró que el cine podía ser algo más que un cuentacuentos. Se cristalizó, en ese sueño que es esa obra de arte desde su primera a su última imagen, un cambio radical: el cine ya no podía ser más una demostración de la causa-efecto, más bien una indagación en el interior atormentado, en los recuerdos como forma de percibir el mundo. A mediados del siglo XX algunos artistas formalizaron que no hay diferencia entre la realidad y la ficción. Resnais, contando la historia de un desencuentro, de una despedida, hacía del cine una bella arte a través de sus formas. Después de la II Guerra Mundial, conscientes de que poseíamos armas con la capacidad para destruir cualquier atisbo de vida en el planeta, una corriente existencialista se apoderó, como no podía ser de otra manera, de las artes, y el cine cambió. Mucho antes, con la Teoría de la Relatividad, el espacio, el tiempo y el movimiento dejaron de ser lineales. Volvieron a ser subjetivos.

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Quizá por eso los más grandes artistas son los que pueden relativizar el tiempo, el espacio y el movimiento, y quizá por eso las más bellas películas parecen sueños, o por lo menos muy alejadas de una imitación de la vida o de la realidad. Un artista no imita la vida, la crea hasta en sus detalles más insignificantes, y eso sólo puede hacerse desde la imaginación absoluta. Un poco antes de aquel título inolvidable Resnais, Alfred Hitchcock había dirigido la muy celebrada ‘De entre los muertos’ (‘Vértigo’, 1958), que desgraciadamente ha quedado un tanto anticuada en su narrativa más “convencional”, pero que en las ensoñaciones terribles de Scottie (James Stewart) preserva una belleza y una honda verdad, representación fiel del sufrimiento del personaje protagonista, de sus demonios y de su sentido de culpa, del que Hitchcock, más que probablemente, sería partícipe:

La riqueza imaginativa de Hitchcock hace olvidar lo rápido que ha envejecido su técnica de dirección de actores y la falta de coherencia interna del relato. Otros artistas han quedado fascinados por el mundo de los sueños, y se han aventurado en ellos con mayor o menor fortuna. Pero el que más y mejor se adentró en el mundo onírico con su cine fue, qué duda cabe para tantos cinéfilos, el proverbial cineasta ruso Andrei Tarkovski, para el que los sueños eran un retorno al hogar, y significaban perdón y anhelo al mismo tiempo (para Bergman, Tarkovski era el maestro con los sueños). En todas las películas de Tarkovski hay sueños, y todas ellas parecen sueños hasta en sus momentos más prosaicos. Quizás la especulación en el cine, la causa y consecuencia, las normas del mundo real, no tienen cabida o quedan pronto olvidadas. Desde luego, para el ruso carecían de la menor importancia:

De pronto, sobre todo a partir de los años sesenta, la imagen vuelve a ser absoluta, no una forma pictórica, sino un todo (intelectual, emocional y espiritual) en el que se cristaliza una mirada, una forma de ver y entender el mundo, creando uno nuevo en la imaginación del espectador, haciendo añicos esa realidad que propugna un mundo fuera de nuestro punto de vista, que es lo único que tenemos. El cine es observación pura, poética, del devenir del mundo, no un empirismo científico que deja escapar la vida. No es causalidad que el cine de los hermanos Coen, ahora en franca decadencia, obtuviera sus mejores frutos en los noventa, década en la que todas sus películas, salvo ‘Fargo’ (id, 1996) en la que todo sueño parecía proscrito, poseen sueños y la trama gira en torno a esos sueños mostrados al espectador. Pero la forma de entender los sueños para los Coen procede de su maestro inconfeso, Roman Polanski, cuya secuencia del sueño de ‘La semilla del diablo’ (‘Rosemary’s Baby’, 1968) me parece formidable y no me resisto a analizar.

Sueño inducido (supuestamente) por una droga misteriosa, Rosemary comienza a intercalar la realidad (que su marido la desvista en la cama), con su presencia en un barco que no sale de puerto. Su mejor amigo y presencia más luminosa en su vida, Hutch (Maurice Evans), es el capitán de ese barco, o al menos lo parece, pero lo abandona, y el barco por fin sale a la deriva, en medio de una tormenta. Suspendida bajo la bóveda de la Capilla Sixtina, baja a las tripas del barco (en realidad, el piso de sus vecinos satánicos…), cruza desnuda un pasillo a oscuras en el que arde una catedral pintada en un cuadro y comienza el ritual. Pero antes, por una escalinata, baja una figura casi angelical y etérea (¿Dios? ¿Un ángel?) que le ofrece comprensión antes de ser casi violada por el Diablo. Mayor imaginación no se le puede pedir al cine:

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Existen, como es lógico, muchísimas secuencias oníricas en la historia del cine, y supongo que cada cual tendrá sus preferidas. Desde aquí, animo al lector a que comente las suyas. Aunque sólo sea como celebración por lo poético, en reacción a esa broma de mal gusto que es el Realismo.

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