Egocéntrico

Egocéntrico
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No deja de sorprenderme la cantidad de tremendistas psicólogos que opinan sobre cine en este país. Cuando se trata de algúna película, hay en España quien sabe y dice que su fracaso se debe al "ego" del director. ¿Hay una sociedad secreta de la psicología dedicada al Trastorno Narcisista Cinematográfico? ¿Han cambiado secretamente los programas educativos y nacen los alumnos preparados para detectar tales y tan difíciles circunstancias mientras el ministro Wert no presume de tamaño logro?

No sucede solamente en el cine, también en libros o discos. Pero vayamos al tema que nos ocupa aquí, que son las películas. Estos sorprendentes detectores de Narcisos los encuentran por todas partes. ¡Uno termina agobiado! Tim Burton es un egomaníaco. Quentin Tarantino ha entrado en franca decadencia por su ego. El problema de Lena Dunham es su ego. ¿Y el de Judd Apatow? También la soberbia y el exceso de autoestima. No es un problema estadounidense, lo juro. En España, Pedro Almodóvar y Nacho Vigalondo reciben acusaciones de ese tipo con precisión parecida a la de quien es capaz de alertar la llegada de la alergia en plena primavera.

¿En qué se parecen estos directores? Sin ingenuidad, lo digo, en muy poco. Tenemos a directores que hacen de su independencia económica una de sus conquistas y razones de ser, a nuevos cineastas con escuetas filmografías y a consagrados y confortables miembros del cine más comercial de los grandes estudios. ¿Cual es entonces el patrón que aplican estos iluminados?

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Hace ya más de medio siglo, la crítica de cine cambió para siempre. Nos gusta pensar que no, que las cosas siempre fueron bien o siempre fueron sencillas, que las ciudades y el progreso no las provocan circunstancias y personas concretas sino que llegan "por sí mismas". Supongo que acabo de mentir. Quizás sea más justo decir: nos gusta no pensar en las cosas como resultado de voluntades y preferimos no pensar, darlo por sentado. A lo cómodo se acostumbra uno con facilidad.

Bien. Manny Farber primero, aunque desde un desconocimiento y alcance reducido, y sobre todas las cosas, André Bazin y Cahiers Du Cinema después, junto a teóricos como Andrew Sarris, cambiaron la manera en que se veían películas. Las películas eran entonces simple entretenimiento y quien no me crea, que vaya a su biblioteca más cercana a leer las reseñas de James Agee.

En ellas se habla de la historia, de los personajes, de los actores y del entretenimiento ofrecido. Nada más era el cine, un ocio y como ocio se evaluaba.: con rigor esquemático y sin esfuerzo alguno. Los franceses cambiaron esto y excitaron al mundo para siempre. Dijeron: esperad. Este tal Orson Welles es un estilo por encima de todo. El director es un artista. El director no es un empleado más de un ocio. Y así nació la política de autores, que fue la que nos permitió imaginar la personalidad de un director a partir de unas constantes temáticas, de estilo. Esto no existía antes, insisto, que la memoria a veces es demasiado selectiva para mi gusto.

Entonces, hemos llegado al punto de evitar, por supuesto, el mercado. Así que en un marco en el que, teóricamente, es la "personalidad" lo que importa, sabremos discernir si una película nos gusta o no, es mejor o peor, según el grado "patológico" que el director haya puesto en ella. Es ridículo, por supuesto.: muchos grandes directores firmaron obras maestras por encargo. ¿Qué sabemos nosotros de la vida privada de la gente? Nada. Uno debería tener esa higiene presente al hablar de los demás y atribuirle excesos de soberbia o definirlo como un vulgar créido.

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Pero siempre es preferible pensar así a imaginar. Imaginar que, tal vez, la necesidad comercial que impone el cine, de un éxito puede mermar a personas o puede estimular el conformismo. Que a veces no es conformismo sino la propia naturaleza de la creatividad que necesita fracasar para poder dar con aciertos. Que vivimos con una falta de diálogo crítico que corona o ignora películas sin términos medios, sin discusiones excitantes, sin devolver la película a la vida, que es la que sucede en las palabras que se dicen al terminar.

Pero eso no nos permite señalar con el dedo al cineasta henchido de ego.

Y, claro está, nos impide creer esa vieja ficción del mundo en el que vivimos: que el público es soberano.

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