'Winter's Bone', gran cine sin paliativos

'Winter's Bone', gran cine sin paliativos
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No vi esta película en el cine cuando se estrenó, y las razones de la tardanza, que no vienen a cuento, son menos importantes que haberla visto al fin. Lamento de veras no haberlo hecho, porque ‘Winter’s Bone’ (id, Debra Granik, 2010) es una de las películas norteamericanas más importantes de los últimos años, así de sencillo, y cuando fue nominada a los Oscar (en cuatro importantes categorías, de los que no materializó ni uno solo), ya había triunfado en Sundance y había sido aclamada por crítica y público. Que los premios californianos del cine, cada edición menos prestigiosos, decidan no premiarla, cuando seguramente era la más completa, honda, hermosa, terrible y libre de todas las que fueron nominadas, casi es mejor. Se pueden colocar una por una todas ellas al lado de esta, principalmente la ganadora, y no resiste comparación ni una sola. El hecho de que no se llevara el Oscar representa en sí mismo una garantía de calidad. Debra Granik, en su segundo largo, después de un corto y de un largo de poderosa distinción, ha llegado mucho más lejos de lo que algunos quieren o pueden ver.

A su lado, ‘Valor de ley’ (‘True Grit’, Joel y Ethan Coen, 2010), con la que guarda numerosos parecidos temáticos (y que aquí se estrenó el mismo fin de semana que ella), es una peliculita edulcorada e intrascendente. Comparado con el vendaval de cine de ‘Winter’s Bone’, las filigranas de los directores estrella de turno (los mediocres Aronofsky y Nolan), son productos falsos sin el menor interés. Pero Branik no está en boca de todo el mundo como sí lo están otros. Al menos de momento, porque el tiempo todo lo pone en su justo lugar. ‘Winter’s Bone’ podría haberla filmado un Walter Hill en plena forma, un Samuel Fuller o un John Ford. Tal cual. Porque esta película bebe de esa estirpe de cine inmortal, ya que es un western descarnado (y, al mismo tiempo, una magistral investigación criminal), elaborado con extrema lucidez y sin la menor concesión al espectador, cuya sutilidad, elegancia y coraje no pueden describirse con palabras, y cuya honda verdad y trágica humanidad estremecen hasta la médula.

Cuenta ‘Winter’s Bone’ la proeza, casi la epopeya, de un grupo de personas insignificantes, miserables, que viven en el umbral de la pobreza más terrible, y que para sobrevivir, sólo para sobrevivir, se ven obligadas a llevar a cabo actos inimaginables. Es decir, cuenta lo que nueve de cada diez personas de este planeta se ven forzadas a hacer todos los días de su vida. Gente real, que vive y respira. Y los que crean que la directora Granik o su co-guionista Anne Rosellini (que adaptan la novela homónima de Daniel Woodrell y la hacen suya desde la primera hasta la última coma) van a emplear este ambiente extremo para llevar a cabo un relato tendencioso o manipulador se van a llevar una gran sorpresa, porque la sequedad, la contención, son la norma en esta película, que en ningún momento utiliza la desesperación de sus criaturas para que estas te caigan bien, muy al contrario, extraen dignidad del barro con pudor y compasión, narran admirablemente unos hechos terribles sin caer jamás en la sensiblería, ni juzgando jamás a algunos siniestros personajes, limitándose a mostrar, a dejar que ocurran las cosas, a observar.

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Ree, una muchacha que ni siquiera es mayor de edad, cuida y alimenta a sus dos hermanos de doce y seis años en un Missouri que no sale en las postales. Su madre está enferma y no puede ni hablar. Su padre es un ex-convicto que, de pronto, desaparece. Ante la amenaza inminente de perder la casa y el bosque que la rodea (que les proporciona madera y animales que poder cazar para no morirse de hambre), Ree emprenderá una búsqueda sin esperanza porque ella es todo lo que tiene su familia. Y en esa búsqueda, el espectador conocerá una América Profunda salvaje y hostil, en la que los hombres son violentísimos y siniestros, y las mujeres, sometidas y terroríficas. No es un viaje de descubrimiento, ni de maduración, pues ella es tan dura como todos ellos y sabe perfectamente cuánta droga y cuánto miedo se mueve a su alrededor. Es una historia de supervivencia, nada más (y nada menos), y de averiguar hasta donde se puede llegar para que los tuyos no se mueran de hambre.

Que Jennifer Lawrence no se alzara con el Oscar, perdiendo frente al epidérmico trabajo de Natalie Portman en ‘Cisne negro’ (‘Black Swan’, Darren Aronofsky, 2010), me parece un insulto a la inteligencia. Lawrence no tenía rival este año y es una de las actrices con más futuro de su país siempre que sepa mantener el nivel y no se aburra de los papeles que le ofrezcan. Su Ree es la mujer más fascinante que se ha podido ver en la pantalla en mucho tiempo. Basta un gesto, una lágrima, una mirada, y empatizas con ella de manera total, en una creación serena y majestuosa, en las antípodas de lo que hiciera Portman, y seguramente por eso (y por el factor “estrella”) se fue de vacío. A su lado, John Hawkes, que siempre ha sido un magnífico actor, borda su papel, en una mezcla de salvajismo y ternura más que notable. Pero absolutamente todo el reparto brilla, en un ejemplo de casting realmente bueno, en el que no sobra ni falta ningún rostro, por muy episódico que sea.

Granik no filma como si quisiera demostrar en cada secuencia que es un genio del cine, pero con su precisión narrativa, su dirección de actores, su mirada libre y durísima, es una de las realizadoras a tener en cuenta para el futuro, sin ninguna duda. Dibuja con rigor y gran inteligencia el entorno familiar y el progresivo desvelamiento de la investigación de Ree, sin contar nada de forma verbal, pero mostrando pequeños detalles para que nosotros, espectadores, juntemos las piezas sin perdernos en ningún momento, hasta un clímax desolador. Hay una fascinación inherente a los tenebrosos caracteres de los “cocineros” de crack, hay una tensión y una angustia brutales en cada secuencia. Hay un uso de la atmósfera gélida y de las miradas y lo silencios. Hay unos diálogos certeros como puñales y una ausencia de tiros que logra que anhelemos un disparo para liberar tensión. En definitiva hay cine, y del grande, en ‘Winter’s Bone’, cuyo verdadero calado, sospecho, no se advierte hasta el quinto o el sexto visionado, y en la que la belleza se esconde en lo terrible, y lo terrible en la belleza.

Conclusiones

El western sigue muy vivo, por más que tantos elucubren sobre su supuesta muerte. ‘Winter’s Bone’ es buena prueba de ello. Hay en ella más del ancestral rito de matar para vivir que en la última de los Coen o en muchas que confunden lo externamente bonito con lo bello. Tiempo al tiempo: dentro de veinte o treinta años ‘Winter’s Bone’ será saludada como lo que es: una de las más importantes películas norteamericanas de los primeros años del siglo XXI.

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