William Shakespeare: 'Julio César'

William Shakespeare: 'Julio César'
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Se conocen pocos rivales a 'Julio César', representada en el teatro Globe por vez primera en 1599, en cuanto a obras que sean una completa y absolutamente intachable reflexión política. Toda obra, por otra parte, es política, lo que quizás no es siempre es ideológica. Esta confusión es frecuente en el lector y el espectador común: siempre hay política, porque se dirige uno a la polis, porque representa unas actitudes y unos valores. Lo que no hay por norma es ideología, pero sí política. Ojalá se aprendiera esta lección, no solamente en el cine, también para el resto de cosas.

Esta es una obra que admite como certero el detestable cliché de "no toma partido por nadie". En realidad, tal afirmación suele ser una confusión entre el tono expositivo y el punto de vista con el mensaje de la propia película, pero Shakespeare logró narrar el asesinato de Julio César sin examinar con mayor generosidad a ninguno de los bandos. ¿Cómo consigue este efecto? La obra empieza con una amenaza ¡cuidado con los idus de Marzo! y su electricidad no se detiene en ninguno de sus cinco actos.

La excelente traducción de Alejandra Rojas me servirá como apoyo para contar la brillantez de esta obra. Aunque introduzcamos ahora la figura del gran Joseph L. Mankiewicz, uno de los grandes talentos del Hollywood de los cuarenta y cincuenta, lo que muchos historiadores suelen llamar el período clásico de Hollywood, y una persona con un despliegue visual fácilmente añorado. Su 'Julio César' (Julius Caesar, 1953) es extraño, bien sea porque emplea el blanco y negro de un modo austero, de una manera muy distinta a la extraordinaria 'El Fantasma y la señora Muir' (The Ghost and Mrs Muir, 1947), bien sea porque renuncia a su habitual inventiva visual y da paso a los actores. A pesar de todo no cae en ser una película completamente teatral, y saca partido tanto de los decoradores como de los extras, siendo esta una película curiosa: a medio camino entre una inteligente versión de la obra y una adaptación cinematográfica nada resignada y propia de su tiempo. Es curioso que John Houseman, tantas veces cómplice teatral de Orson Welles, fuera el productor de un proyecto que en nada se asemeja a las actualizaciones shakesperianas que él y Wwelles llevaron a cabo con el Mercury en los años treinta.

Una producción de la Metro Goldwyn Mayer absolutamente lujosa, Mankiewicz también da menos importancia de lo usual a la música, aquí conducida por Miklos Rozsa y se concentra en reunir un trío de actores deslumbrante y que sirvió para lanzar a Marlon Brando al estrellato, de una manera insólita dado que pasó de la intensidad (callejera, del Sur estadounidense) de Tennessee Williams a, nada más y nada menos, que las declamaciones del maestro isabelino.

Tiene razón Jonathan Rosenbaum cuando define a esta película como "inteligente, pero sin imaginación". Mankiewicz aparca su lado imaginativo y se aleja de cualquier tipo de distancia del escenario, así todo el peso recae en sus actores.

Hemos hablado de su protagonista, pero el reparto de secundarios es de impresión: Edmond O'Brien, Deborah Kerr, Alan Napier o George McReady son nombres de impresión para un reparto así. Pero, por supuesto, el trío protagonista, John Gielgud, quien ya tenía experiencia con la obra, y James Mason acompañan muy bien a Brando. La interpretación de Gielgud es magnífica, alejada también del academicismo shakesperiano, y dotando a su Casio de más matices y sombras que de lugares para el rencor (no es un personaje sencillo).

Julio César apenas aparece en la obra y muere relativamente pronto, en el tercer acto. Su papel en la obra no es el de gestor político sino el de alguien que teme por los malos presagios que le auguran un fatal destino. Pero el contraste de la obra lo lleva el enfrentamiento entre Bruto y Marco Antonio, marcado por la figura ambigua de Casio, que en principio actúa de parte de Bruto.

Y resulta conmovedor. Bruto mata a César porque cree en el sistema que representa. Y cuando justifica su asesinato, ante las masas, lo hace de un modo retórico sin mentira alguna. En cambio, Marco Antonio es populista, es el alma de una manera de hacer política: sabe excitar, sabe mover las razones de sus conciudadanos al sentimiento y las dirige hacia la emoción. Pero ve en Bruto un rival al que debe abatir: al contrario que en sus discurso, Marco Antonio respeta profundamente a quien quiere derribar y por eso al final de la obra le declara el más noble de todos los romanos.

Amigos, romanos, compatriotas; préstenme oídos. He venido a enterrar a César, no a labarlo. El mal que hacen los hombres les sobrevive; el bien queda a menudo sepultado con sus huesos. Que así sea con César. El noble Bruto les ha dicho que César era ambicioso, De ser cierto, habría sido una falta grave, y gravemente César ha pagado por ella. Aquí, con la venia de Bruto y los suyos (porque Bruto es un hombre honorable; como lo son todos ellos, hombres de honr) vengo a hablar en el funeral de César. Era mi amigo, justo y leal hacia mí, pero Bruto dice que era ambicioso y Bruto es un hombre hnorable. Trajo rehenes a Roma que colmaron nuestras arcas con sus rescates. ¿Por esto se pensó que César era ambicioso? Cuando los pobres lloraban, César lloraba con ellos; ¿no se forja la ambición en la materia más dura? Pero Bruto dice que era ambicioso; y Bruto es un hombre honorable. Todos vieron en las Lupercales que tres veces le ofrecí la corona real, y tres veces la rechazó. ¿Esa era su ambición? Pero Bruto dice que era ambicioso, y, seguro, él es un hombre hnorable. No hablo para refutar las palabras de Bruto, sino para declarar lo que yo sé. En vida todos le amaron, y no sin causa. ¿Qué causa puede impedirles honrarle en muerte? ¡Ah, sensatez! Te has alojado en bestias sin alma y dejado a los hombres sin razón...Perdónenme, pero mi corazón está en el féretro con César, y debo esperar hasta que vuelva a mi.

Y mientras nos emociona Marco Antonio, no sabemos qué pensar de Casio. Decidme ¿no engaña él a Bruto, quien ya está guiado por su compromiso al sistema en el que de verdad cree y cuya pervivencia le implicará en el asesinato de alguien a quien no necesariamente odia? Todo en esta obra es tan espeso, tan directo y tan desconcertante que nos demuestra, una vez más, la maestría de Shakespeare.

¿Y qué decir de Mankiewicz? Concede a Brando el papel más difícil, el de Marco Antonio, y brilla en él, mientras que el habitualmente más antagónico Mason está bastante solvente en su difícil labor de darle la réplica como Bruto, el personaje noble e incomprendido. Brando era una elección algo polémica por su dicción peculiar y difusa, pero salió airoso del reto. ¿No han notado ustedes una firme admiración al verlo pronunciar el discurso en la tumba de César? Sigue pasando el tiempo y sigo pensando que los dilemas políticos de esta obra permanecen abiertos, vigentes y no han perdido ápice de importancia.

Si nos importa el sistema ¿qué haremos para defenderlo? Pero ello nos dejará faltos de heroísmo. Y entonces ¿no se dará una oportunidad para quienes reclamen que no haya fallos u errores dentro de nuestro modo de ver? Escuchemos a Casio, y dejemos que en sus dos horas Brando y Mankiewicz comanden este viaje a la reflexión:

Los hombres son dueños de su destino, y no culpemos a la mala estrella de nuestras faltas, cuando nosotros mismos nos dejamos someter.
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