Terrence Malick: 'La delgada línea roja', completamente perdidos

Terrence Malick: 'La delgada línea roja', completamente perdidos
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“¿Has visto muchos cadáveres? Suficientes. No son diferentes de los perros muertos, una vez que te acostumbras. Son carne, chaval”

-Soldado Fife

El ataque final a la colina y la ofensiva contra el aeródromo japonés, configuran el colofón final a un lentísimo ascenso a los infiernos. Es notable que cuanto más suben, más se van despojando de su humanidad. De hecho, en la emboscada al risco desprotegido, hay un plano muy significativo, una mirada supuestamente subjetiva, del cielo, del que llueven bombas. No parece un cielo muy pacífico. Varios temas previos se repiten en este último parón, como las frases de Welsh a Witt de que un hombre no puede cambiar nada, o el rezo interior de Staros, o los preciados recuerdos del soldado Bell. Pero parecen ya sin fuerza, agotados, sin energía. El combate es feroz, repitiendo el virtuosismo técnico y la inspiración insuperable de la planificación de Malick. Agotado ya el relato bélico, comenzamos a indagar en nuevos territorios emocionales, y otros personajes toman el relevo a los iniciales.

Así, el capitán Gaff, una especie de protegido del despiadado coronel Tall, que toma la iniciativa para la emboscada, aprende muy pronto qué clase de persona es ese alto mando que dice sentir por él lo que por un hijo, cuando, repitiendo las palabras de Staros sobre la escasez de agua, Tall se niega a ello porque puede detener el avance. Acaba de recorrer el mismo viaje que el compasivo Staros. Ya hemos comentado lo que significa el agua en esta película, pero además, Tall cuenta, con indescriptible desprecio y ánimo miserable, que su hijo vende cebos para pescar. No se puede ser más explícito, que cada cual saque sus conclusiones.

Pero todo esto no es más que el inicio de un patetismo progresivo en torno a la situación y el dolor del soldado japonés en Guadalcanal. En clarísima inferioridad numérica y desmoralizados, partiendo del punto de vista norteamericano, pero alternándolo sabiamente. El paroxismo final será la que es, quizá, la más perfecta secuencia bélica de la historia del cine, la más atroz, las más verdadera. Antes de llegar ahí, ya oímos los primeros segundos del tema ‘Journey To The Line’, que Malick había superpuesto a la llegada a la isla, y que ahora no va a conocer interrupción, sino que se va a desarrollar hasta el final, pues estamos al final del camino. Pero para prepararnos, primero observaremos a Witt escuchando, o eso parece, la voz en off de un soldado japonés muerto y medio enterrado por los escombros, sobrecogedora imagen sobre la que se interpone un humo progresivo que va a convertirse en niebla.

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Estremecedora secuencia de guerra

Posiblemente, la mejor secuencia jamás filmada por Malick, y por extensión, una de las mejores de la historia del cine. Con inquietante serenidad, somos testigos de los preparativos para la batalla final (y es interesante observar un inserto del soldado Witt, que si nos fijamos bien, pertenece al momento en que muere el sargento Keck, mucho antes…). Malick tiene un plano para los americanos, a la derecha, otro para los japoneses, a la izquierda, y un tercero para los árboles, un plano en acimut. La naturaleza parece observar, silenciosa, inmutable e irónica, los actos estúpidos de los animales a dos patas. A continuación, unas imágenes para las que sobra todo comentario: el entorno vegetal que rodea a los soldados parece desaparecer entre la niebla, y esta se torna tan densa, que ni ven ni oyen lo que les rodea.

Están completamente perdidos. Física y espiritualmente. La niebla rodea a japoneses y norteamericanos. Es evidente lo que significa esta metáfora, que algunos considerarán obvia, pero que es la representación auténtica del ánimo interior de los personajes, en coherencia con la historia que se está contando. Ahora bien, una vez salen de la niebla, comienza una cruenta batalla que pone los pelos de punta, porque la pericia de Malick como narrador, su sentido visual, alcanza cotas excepcionales. ¿Cómo mostrar con sencillez y claridad el caos indescriptible de un campo de batalla reducido, con combates tanto cuerpo a cuerpo como con disparos a bocajarro? ¿Cómo insertar la compasión, el dolor infinito, en medio del horror, sin resultar maniqueo o manipulador? Malick con sigue todo eso con creces, y como sin esfuerzo.

La elegancia, la contención y el pudor de esta secuencia, que mostrando un momento terrible y atroz nunca resulta de una violencia gráfica desmesurada a lo ‘Salvar al soldado Ryan’, se sustenta en una puesta en escena en la que los puntos de vista entre ambos bandos se alternan sin confundir al espectador, con una grandísima fluidez de cámara, que se mueve en direcciones opuestas y finalmente hacia adelante con velocidad de vértigo, hasta quedarse estática. Somos los japoneses cuando acribillan al enemigo, y cuando el enemigo les hace saltar por los aires. Y somos los norteamericanos cuando apuntamos a un japonés, que nos mira con pavor. ¿Qué busca Malick con esta formalización? Para empezar, conmovernos en nuestra interioridad más profunda. Enfrentarnos sin tapujos al espanto de la guerra. No hay buenos ni malos. No hay heroísmos. No hay vencedores. No hay mensaje. Sólo hay miedo y dolor. Insensatez.

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Finalmente, regresa la voz en off del soldado Train (no la de Witt, recordemos, por extraño que parezca) preguntándose, sobre las imágenes de muerte y destrucción “de dónde viene toda esta maldad”. Malick no sólo uno de los más importantes directores de cine bélico, cuya pericia puede eclipsar incluso a Spielberg y siendo mucho más elegante que él, sino también un filósofo. Y los que le consideran un ñoño no se han fijado bien en esa escena espeluznante en la que el ya perturbado soldado Charlie Dale recolecta los dientes de sus enemigos, y tortura psicológicamente a un japonés moribundo. Esa breve escena le encoge a uno tanto el corazón, deja tan por los suelos el heroicismo estadounidense, echa de tal manera por tierra la idea de que Malick es un blando, que los que lo sostienen deberían callarse con el rabo entre las piernas.

Un conmovedor recuerdo del paraíso

Nada más concluida esta secuencia extraordinaria, otros directores terminarían su relato. Pero este relato es la historia de Witt, un personaje que aparece y desaparece en la pantalla (aunque en ningún momento esto de sensación de arbitrariedad), su viaje interior, y la culminación de ello. De momento, a la hora y tres cuartos de metraje aproximadamente, Witt ha participado en la emboscada y en el ataque final a la base, y bebiendo agua de un arroyo cercano, una reminiscencia conmovedora le devuelve a su isla perdida, a sus gentes. Oímos incluso los cánticos. Vemos una barca partir hacia mar abierto. Parece que ha regresado. Pero de nuevo tenemos a Witt (que en una significativa imagen, deja caer agua de su cantimplora a una planta que la rechaza por estar ya humectada…) en el arroyo. Una cosa es lo que se desea y otra dónde se encuentra uno, y él ahora parece muy lejos, anímicamente, de aquél paraíso inicial.

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También, y para terminar con este capítulo, está la secuencia en la que Tall releva a Staros del mando. Es una secuencia magnífica, resuelta en un simple plano/contraplano, con dos apuntes interesantes. Uno es la referencia de Tall a la crueldad de la naturaleza, con su frase sobre las enredaderas de la jungla que se lo tragan todo. El otro es que, sintiéndose sin duda culpable, le asegura a Staros que le recomendará para la Estrella de Plata. Lo primero se lo dejo a la imaginación o supuesta percepción del espectador-lector, pues para él puede significar algo distinto de lo que significa para mí. Lo segundo es irónico, teniendo en cuenta que Staros le dijo algo parecido a Welsh por un acto de extremo sacrificio, y Welsh lo rechazó como si fuera un insulto. Qué duda cabe que Staros se siente de parecida forma en esos instantes. Un inserto del propio Welsh (Sean Penn), que parece observar todo este drama, aunque perfectamente, conociendo a Malick, pertenece a otra secuencia (como el recuerdo de Witt pertenecía a otra secuencia y es más que probable que en montaje decidiese insertarlo ahí).

Pero todo termina con un momento sublime (uno más de esta obra de arte): varios planos para Tall en soledad. Ya no regresa la voz en off, no hay más oportunidades para ella, después de decir que se siente como en un ataúd, que interpreta un papel que nunca soñó. Viendo el rostro de Tall, que parece casi contener las lágrimas, nos imaginamos lo que piensa. Después un probable subjetivo de él: cuatro cadáveres de soldados colocados en línea. A continuación un plano de un objeto decorativo asiático, de madera colgante. Son también cuatro, y vibran entre sí. Imposible no establecer una asociación. Es de noche ahora, y varios soldados queman los restos de la base. De nuevo, un objeto decorativo colgante. La sombra de un Budha observa las llamas.

Nick Nolte es un gigante de su oficio. Como también lo es Malick.

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