'Nunca digas su nombre', otro hombre del saco más

'Nunca digas su nombre', otro hombre del saco más

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'Nunca digas su nombre', otro hombre del saco más

‘Nunca digas su nombre’ (‘The Bye Bye Man’, 2016) es la nueva película de la directora Stacy Title —por favor, dejen aparcados posibles chistes sobre su apellido… o no—, que llevaba sin ponerse detrás de una cámara la friolera de una década, nada menos. Title, que comenzó su carrera con un cortometraje por el que fue nominada al Oscar en 1994, se especializó en dicha década en films de terror. ‘La última cena’ (‘The Last Supper’, 1995) y ‘El diablo viste de negro’ (‘Let the Devil Wear Black’, 1999) son algunas de ellas.

Ahora, echando mano de su escritor habitual, el también actor Jonathan Penner, ha adaptado la novela de Robert Damon Schneck —es la primera vez que se lleva al cine una de sus novelas—, en la que Title parece querer rendir homenaje a un tipo de películas que predominaban en la década de los noventa y en la siguiente. Películas como ‘Candyman’ (íd. Bernard Rose, 1992) o ‘Boogeyman’ (íd., Stephen Kay, 2005), y varias realizadas en medio, son el camino a seguir en esta nueva, y enésima variante, del hombre del saco.

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Lo más interesante de ‘Nunca digas su nombre’ —un Oscar para el que le pone los títulos a las películas en España, acaba de resumir en uno sólo una de las principales características de este tipo de productos— es su prólogo. Protagonizado por Leigh Whannell —uno de los responsables de la saga ‘Insidious’—, Title demuestra tener mano para dotar de intensidad una secuencia que logra enganchar al espectador. Un pequeño plano secuencia —ahora están muy de moda— lleno de violencia, incógnitas y un tempo rítmico muy bien medido.

Terrorífico déjà vu

Pero todo lo que esa secuencia tiene de interesante se desvanece después de la misma. Unos cuantos personajes jóvenes —a cada cual peor actor— hacen acto de presencia para ser protagonistas, en mayor o menor medida, de una historia que se desarrolla por caminos muy trillados, y sin el más mínimo interés por parte de la directora de crear al menos una atmósfera terrorífica, centrando el foco en los consabidos sustos repentinos a los que la banda sonora apoya con subida de volumen.

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Ni siquiera la criatura a la que da vida Doug Jones —que suma otro monstruo a su ya extenso currículum— tiene un diseño adecuado, o produce terror. Tampoco se construye un universo alrededor del mismo en el que alimentar una leyenda con coherencia. Puede que el intento haya sido el de definir sin más ni más el mal puro, pero se queda en nada. El aspecto del Bye Bye, sus apariciones, todo lo que le rodea no produce ni la más mínima inquietud. La estupidez del nombre, por cierto, es algo que parece creado en Twitter.

Las apariciones, en personajes secundarios, de dos actrices tan conocidas como Carrie-Anne Moss —relegada a series de Netflix, lejos de los tiempos de ‘Matrix’— o Faye Dunaway, parecen meramente anecdóticas, sobre todo en el segundo caso. Dunaway protagoniza una secuencia bastante bochornosa para una actriz de su talante —todos tienen que llegar a fin de mes—, pero además aumenta la incoherencia con respecto a pronunciar el nombre del monstruo. Ver a la protagonista de ‘Bonnie and Clyde’ (íd., Arthur Penn, 1967) en esta película es algo más terrorífico, y desgraciadamente triste.

Una pérdida de tiempo que, dado su final, y teniendo en cuenta sus resultados económicos —22 millones recaudados en suelo estadounidense sobre un presupuesto de siete—, es probable que amenacen con una continuación.

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