'Horizontes de grandeza', la épica y el gozo hechos cine

'Horizontes de grandeza', la épica y el gozo hechos cine
Facebook Twitter Flipboard E-mail

Con la arrolladora, vitalista, subyugante música de Jerome Moross, que es en sí misma un icono del género, y con la que uno puede imaginarse las más grandes aventuras y los más bellos e inmensos parajes americanos, comienza uno de los westerns más famosos de los años cincuenta, aunque ahora quizá haya quedado algo olvidado para las nuevas generaciones (entre las cuales sospecho que este género maravilloso no es de sus preferidos), dirigido por William Wyler un año después de ganar la Palma de Oro con su razonablemente interesante ‘La gran prueba’ y un año antes de arrasar en los Oscar con su ‘Ben-Hur’.

He de decir que antes de ‘Horizontes de grandeza’ (‘The Big Country’ en el original, el título español es bastante parecido) prefiero otros muchos westerns, más personales, más arriesgados, o simplemente superiores. Pero hay algo en este largo filme (166 minutos) de Wyler, el director “sin estilo”, que le hace especial, emocionante y sensorialmente cautivador, por lo cual se ve siempre (yo la he visto muchas veces) con gran placer. Y es que nunca se han percibido las enormes llanuras de Estados Unidos como en esta película, ni siquiera en ‘Duelo al sol’ (Vidor, 1946, también con Gregory Peck, y creo que inferior a ésta), como tampoco se han sentido así las grandes cabalgadas, el polvo y la épica del camino.

Tanto es así que apetece hablar y debatir sobre esta película con los calores del verano, porque uno se siente más próximo a su luz y al calor que se percibe en sus fotogramas. Más aún cuando es una historia cuyo “mcguffin” es el agua, bien supremo de una tierra sofocada por el sol, en la que los ganaderos deben luchar para que sus reses no se mueran de sed. Historia de rancheros mezquinos, de envidias malsanas, de estilos de vida, de hipocresías, de odios ancestrales, pero sobre todo historia de cómo vencer a la violencia sin violencia, y de cómo amar verdaderamente, comprendiendo al otro y dejándole ser tal cual es.

Un hombre tranquilo entre pistoleros salvajes

Lo más interesante de esta historia, a un nivel psicológico, es el choque de culturas que propicia la llegada al oeste americano de un hombre culto y hasta refinado, capitán de navío (es decir, hombre de mundo, qué pocos hay), llamado James McKay, con motivo de su boda con Patricia Terrill, hija de un ganadero rico y de pocos escrúpulos. Nada más llegar será objeto de una novatada por parte de los hermanos Hannassey, hijos a su vez de otro ganadero sin escrúpulos, que se mofarán de su aspecto, dispararán a su sombrero, le atraparán con el lazo y, en definitiva, le enseñarán a dónde ha ido a parar. La secuencia es formidable, y de un dinamismo y una velocidad que ponen la piel de gallina.

McKay no se alterará lo más mínimo (su novia, que odia a los Hannassey, aunque ni siquiera sabe por qué, se pone más furiosa que él), entendiendo la agresión como un juego infantil. De manera magistral se ha presentado el tema de la película, que no es otro que la sensatez y la tranquilidad frente a la agresividad y el odio. El guión de Robert Wilder, que adapta la novela homónima de Donald Hamilton, es de una progresión dramática incontestable, presentando a los personajes con habilidad, y dejando que los temas fluyan de manera natural, sin forzarlos. William Wyler, que dominaba como pocos el scope, narra con sencillez y mano maestra, sin el menor desfallecimiento de ritmo ni intensidad, una historia tan aparentemente simple y tan compleja en su interior.

Pero lo que más llama la atención es su formidable y antológico grupo de actores. Burl Ives (el padre Hannassey, Rufus), se llevó el Oscar al mejor actor de reparto por este papel, pero creo que cualquier otro actor o actriz de reparto podría haberse alzado con él sin el menor problema. Charle Bickford (que interpreta al mayor Henry Terrill), Charlton Heston (en un precioso papel que borda sin esfuerzo), Jean Simmons (nunca tan guapa como en ‘Espartaco’, porque es imposible, pero cerca le anda, y siempre brillante), Chuck Connors (impresionante como Buck Hannassey, un personaje odioso y patético al mismo tiempo), Carroll Baker y por supuesto Gregory Peck, conforman un mosaico de rostros, gestos y réplicas casi perfecto.

Muchas secuencias de esta película pertenecen por derecho propio a lo más antológico que ha dado el western. La que yo prefiero, entre todas ellas, está incluida en el clip que he puesto más arriba, para que el lector pueda verla. Alrededor del minuto tres de ese vídeo podemos ver a Henry Terrill perdiendo la confianza de su mano derecha, Steve Leech (Heston), y viéndose sólo en su loco ataque a los Hannassey. Con un inesperado coraje, acude en solitario a su propia llamada. Pero Leech, que está harto de él pero no quiere verle morir solo, se pone el sombrero y acude a su lado. Poco después, el resto de jinetes les alcanza. Un momento tramposo, quizá, pero al servicio de la épica y la emoción más verdaderas, como vehículo de una historia que haga sentir al espectador que la mezquindad y la compasión pueden cabalgar juntas.

Filme río, de pasiones desatadas, de cinematografía (buena culpa de ello la tiene el genial operador Franz Planer) de gran dinamismo, de exquisita música, cuyas dos horas y pico pasan literalmente en un suspiro. Ni este título, ni probablemente Wyler, sean de lo mejor de la historia del cine. Pero si hablamos de placer, de disfrute, de alegría de ver una película, hay pocos ejemplos tan soberbios como este.

Comentarios cerrados
Inicio