'Hacia rutas salvajes', la emoción de la naturaleza

'Hacia rutas salvajes', la emoción de la naturaleza

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'Hacia rutas salvajes', la emoción de la naturaleza

En el que posiblemente sea el momento más sublime de ‘El nuevo mundo’ (‘The New World’, Terrence Malick, 2005), quizá la película más bella en muchos años de cine, John Smith (Colin Farrell), arrasado por una nostalgia que es como un virus invencible, recuerda momentos irrepetibles con la nativa de la que está enamorado, y oímos sus pensamientos sobre abandonarlo todo, sobre decidir adentrarse con ella en lo desconocido, en la naturaleza salvaje (tanto física como interior) y recita: “into the wild…”. Una frase que, precisamente, es el título original de la cuarta, y hasta la fecha última, película del gran actor Sean Penn como director. Y la cosa no tendría mayor relevancia sin Sean Penn no hubiera protagonizado ‘La delgada línea roja’ (‘The Thin Red Line’, Terrence Malick, 1998) y si, a fin de cuentas, esta película no estuviera presidida por una observación pura y directa de la naturaleza, que tanto tiene que ver con Malick.

Tirando aún más del hilo de la inspiración, la peripecia vital de Christopher McCandless, más conocido por haber elegido el nombre, en sus últimos años, de Alexander Supertramp, tuvo mucho que ver con sus lecturas no solamente de Jack London (autor de ‘Colmillo blanco’ y ‘La llamada de lo salvaje’), sobre todo de Henry David Thoreau, naturalista cuyo maravilloso ‘Walden’ describe los dos años, dos meses y dos días que el propio Thoreau pasó en soledad fundido con la naturaleza. De tal modo que estamos hablando de cineastas, escritores, viajeros y naturalistas que comparten un mismo universo, un mismo anhelo: la emoción de la naturaleza como espejo de una quiebra y una redención interior, como llamada, como mandato espiritual. Imposible no evocar a grandes maestros de la literatura y del cine cuando se habla de ‘Hacia rutas salvajes’ (‘Into the Wild’, Sean Penn, 2007), película que, sin ser realmente gigantesca, sí atesora una belleza y un riesgo que la sitúan muy por encima de la media.

Ya Malick había llevado a cabo sus muy particulares homenajes a Thoreau, un escritor con cuya personalidad tanto tiene que ver por su amor a la vida salvaje, en el breve pasaje en que sus dos criminales adolescentes de ‘Malas tierras’ (‘Badlands’, 1974) viven en el bosque durante un tiempo, o en el exilio del soldado Witt en las idílicas Islas Salomón de Melanesia. Sean Penn, tomando como maestro a Malick y enamorado de la historia del trágico McCandless, escribió en solitario un sólido guión de ciento cincuenta páginas basado en el volumen homónimo de Jon Krakauer, y dirigió una película que poco o nada tiene que ver con lo que había hecho hasta entonces, que probablemente habría protagonizado él mismo si hubiera contado con unos cuantos años menos, y que quizá marque el techo de su talento como realizador, pues si antes, en las intensas, singulares, ‘Extraño vínculo de sangre’ (‘The Indian Runner’, 1991), ‘Cruzando la oscuridad‘ (‘The Crossing Guard’, 1995) y ‘El juramento’ (‘The Pledge’, 2001) había llevado a cabo ejercicios de género más o menos logrados, ahora se zambulle en un relato mucho más arduo de llevar a buen tiempo, mucho más luminoso, y mucho más existencialista.

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Christopher McCandless ya fue un niño peculiar y un adolescente fuera de lo común. Pero cuando cumplió los veintidós años decidió que el mundo industrial y la sociedad moderna no eran para él, y comenzó una serie de peregrinajes por algunos terrenos agrestes de Estados Unidos, que le llevaron de Arizona a Dakota del Sur, y de ahí hasta Alaska. Sus ganas y su voluntad eran inversamente proporcionales a su preparación en la vida errante, según cuentan, y la única razón de que no muriese enseguida fue que gozaba de una resistencia física fuera de lo común, además de varios golpes de suerte que le ayudaron de cuando en cuando. Algunos cazadores y viajeros le criticaron. Otros le defendieron. Sean Penn ni le juzga ni le alaba, aunque sí se sitúa muy cerca de él intelectualmente. Es decir, le comprende y le admira, sin necesidad de compartir al cien por cien sus ideas ni sus decisiones. Y aunque no consigue con este relato una película de gran pegada generacional, cerca está de ello, y algunas ramificaciones morales y psicológicas de su puesta en escena son lo suficientemente poderosas como para removernos anímicamente.

Penn no plantea una historia de peregrinación lineal, ni mucho menos. Con un guión muy hábil, y un montaje aún más hábil (responsabilidad de Jay Cassidy, montador de todas las películas de Sean Penn, y nominado al Oscar por este trabajo), plantea una serie de saltos temporales, una multiplicidad admirable de puntos de vista (para no situarnos forzadamente en el de McCandless), y un collage visual que nos acerca a una cierta sensación de pérdida, de vacío vital, en el Estados Unidos escarpado y gris de los primeros años noventa, como una época en la que el conservadurismo había tomado una de sus formas más despiadadas y asfixiantes. Por ejemplo, hay compasión y dignidad en el tratamiento de dos personajes con toda la pinta de caerle muy mal a Sean Penn: los padres de Christopher, interpretados por dos artistas de la talla de William Hurt y Marcia Gay Harden. Su incomprensión hacia su hijo, su desprecio hacia todo lo que se aleja de lo preestablecido, no son incompatibles con una dolorosa humanidad, y esto es indicio de que Sean Penn se ha tomado muy en serio de todos los personajes.

En lo que concierne a Christopher, está interpretado con gran fuerza por un actor con mucho futuro, el californiano Emile Hirsch, que contaba la misma edad que su personaje, y que está dirigido con mano maestra por Penn. Se nota la complicidad y la admiración mutua en este trabajo. El director se toma su tiempo mostrando la torpeza o la escasa capacidad de supervivencia de su protagonista (como en la escena del alce, por ejemplo), pero también se detiene en la profunda felicidad del protagonista, en su sentimiento de libertad sin límites en mitad de las montañas nevadas de Alaska. La magnífica fotografía del francés Eric Gautier, en un esplendoroso aspect ratio de 2.35:1, con bellísimas localizaciones de las que se extrae toda la grandeza y toda la luz posible (imágenes que, como puede ver el lector, no he incluido…vean la película), es heredera, en cierta forma de la de John Toll en ‘La delgada línea roja’, al mismo tiempo que la sorprendente capacidad de la cámara para captar la naturaleza en estado puro parece influida, incontestablemente, por el genio Malick. Tanto es así que la visión de la naturaleza, en todas sus formas, parecerá un espejo fehaciente del interior solitario y hasta atormentado de McCandless. Al lado de Hirsch, el veteranísimo Hal Holbrook lleva a cabo una interpretación de antología, justamente nominada al Oscar, pese a la brevedad de su aparición.

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Conclusiones

Más que estimable película, que en su día recibió una serie de elogios, quizás un poquito exagerados, pero que daban cuenta de algunos de los valores de la película de Sean Penn. Viéndola, es inevitable plantearse interiormente una serie de preguntas sobre la pertinencia de nuestra forma de vida, y sobre la dureza del (en apariencia) idílico entorno natural. Formidable Hirsch, impresionante Holbrook, destacable fotografía, inspirado Penn.

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