'El patriota', de mayor quiero ser asesino

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“Oh, hijo, no ha sido culpa tuya”

-Benjamin Martin (Mel Gibson)

En ocasiones uno se pregunta si algunas películas que vio le parecieron repugnantes en su momento por ciertos prejuicios ideológicos o de cualquier otra clase, y se contesta que seguramente no eran tan deleznables esas películas y que algo bueno, que se te escapa, deben tener, aunque sea escaso. Pero, claro, luego las vuelves a ver y te das cuenta de que hay subproductos que son un compendio de auténticas barbaridades, perpetrado por individuos de encefalograma plano, y que lo que dijo una vez Antonio Gasset Dubois, que es más fácil hacer una buena película que una mala, es completamente cierto, porque hay una casta de directores y actores que se esfuerzan como locos por convertir al cine en un crimen contra el buen gusto y la dignidad artística. No vale la pena ni preguntarse por qué lo hacen, ya que seguramente los motivos sean económicos, pero sí vale la pena preguntarse si puede ser verdad que el director, el guionista, el músico, los productores y los actores protagonistas de ‘El patriota’ (‘The Patriot’, Roland Emmerich, 2000) llegaron a creer que esta patraña podía tragársela alguien a estas alturas de la vida. Lo más preocupante es que algunos, muy pocos, sí se la tragaron.

Y se preguntará el lector, no sin razón, por qué pierdo el tiempo escribiendo y debatiendo sobre esta basura, con tantas cosas (es un decir…) interesantes sobre las que reflexionar. Pues no lo hago, de hecho, por eso que decía Werner Herzog de que merece la pena ver lo peor de lo peor para aprender lo que no hay que hacer. Ni siquiera para valorar todavía más lo verdaderamente valioso. Yo me lo tomo como un ejercicio de entomología, de extrañeza, como si entrase en contacto con algo tan absolutamente inconcebible, que el puro morbo me impidiese apartar la mirada. He vuelto a ver, con los ojos como platos, los ciento sesenta y cinco minutos de metraje (enteritos, Dios mío…) de la película número nueve de Emmerich como director, y el esfuerzo merece dejar por escrito lo que pienso de ella, al menos. Dicen que hay una versión extendida con diez minutos más de tortura. ¿Cuántas inexactitudes históricas más, cuánta manipulación, desvergüenza, pueden caber en diez minutos más?

La cosa es la siguiente, y los que la hayan visto podrán corroborarlo mientras que los que no la conozcan pueden ahorrársela y así vivirán más tiempo (y más felices): un veterano de la Guerra de los Siete Años, Benjamin Martin (en realidad, un sosias del genocida Francis Marion, algo reconocido por el guionista Robert Rodat), vive apaciblemente en su enorme casa, con sus siete hijos preciosos, ganándose la vida con lo que da la tierra, mientras comienzan las primeras escaramuzas de la Revolución Americana. Las imágenes iniciales son absolutamente bucólicas: familia perfecta (parece mentira que la madre muriera no demasiado atrás, qué distinto este hogar al de ‘Sin perdón’), praderas de una belleza alucinante, acordes idílicos de John Williams, una puesta de sol de ensueño… Los siete hijos de Benjamin Martin son tan adorables, tan guapos y tan lindos, que convierten a los ángeles de Miguel Ángel en un verso satánico, y Martin (Gibson, claro) es un padrazo sin mácula, paciente, currante, dulce y antibelicista (luego sabremos por qué). Como es predecible, llegará la guerra y todo se irá al infierno, y averiguaremos por qué el padre no tenía ningún deseo de combatir. Imposible olvidar el momento (alrededor del minuto treinta) en que los pérfidos ingleses asesinan al hijo-ángel de Martin a sangre fría y queman su casa, llevándose al hijo mayor (¿qué hacías aquí, Heath Ledger, alma de cántaro?) para ahorcarlo.

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Y es imposible de olvidar porque es uno de los momentos más bochornosos que yo he visto jamás en una pantalla. Viendo que el mundo es un lugar cruel (menos mal que había participado en guerras…), y que los ingleses son una panda de psicópatas, desempolva sus armas, entre ellas una temible hacha cherokee, entrega sendos rifles a sus dos hijos pequeños (que no llegan a los diez años de edad…) y corren a salvar al hermano mayor. Así, en mitad del bosque, emboscan a los ingleses, y los críos demuestran una destreza con armas de fuego (esas incómodas carabinas de metro y medio de largo) que ya quisiera un marine norteamericano (no fallan un solo disparo, ni uno), mientras el propio Benjamin demuestra su maestría absoluta en la guerra de guerrillas, aniquila a una docena de soldados, y remata a los últimos con su hacha, hasta quedar empapado en sangre. Es todo tan cómico, tan increíble, que se te queda cara de incredulidad, porque te están insultando.. Y eso no es todo, el hijo que ha disparado (y asesinado) a por lo menos cuatro “casacas rojas”, ni muestra impresión ni compasión ni nada, y afirma alegrarse de lo que ha hecho.

Pero esto es sólo el principio. Por lo demás, Emmerich cree que una película de época se basa en interiores iluminados con velas o con una luz púrpura transversal, en exteriores fastuosos creados por ordenador (y cómo canta esa infografía…), en pelucas inverosímiles y en batallas dignas de un videojuego. No se puede decir que este director haya hecho la más mínima aportación al cine de aventuras o de ninguna otra clase, y aquí se pone a contar una revolución que no comprende, sobre un guión demencial que confunde el melodrama con la tragedia, y que trata la guerra como una lucha por la libertad cuando todas son por razones económicas. Muy triste. Pero es el vehículo perfecto para Mel Gibson, que de vez en cuando es un buen actor, pero que a veces se le va la olla con su patrioterismo cómico, y no tiene el menor problema en agarrar la bandera americana mientras se enfrenta a decenas de soldados británicos a cámara lenta. Nada de eso le ha servido para que ahora, once años después, su carrera parezca encontrarse en un callejón sin salida, y su prestigio, en su propio país, esté por los suelos. Supongo que él debe pensar que es una gran injusticia, con las diversas odas que ha compuesto en honor a la grandeza de Estados Unidos.

Como ya tienen aprendida la lección, incluyen algunos actores británicos realmente buenos, que aquí desperdician su talento de manera lamentable. Vemos al gran Tom Wilkinson en un papel sin el menor interés para un intérprete como él, y al siempre solvente Jason Isaacs, con esos increíbles y penetrantes ojos azules, especializado en papeles de malvado caído en desgracia (estupendo su Lucius Malfoy), en su vena más cruel. También anda por ahí Chris Cooper, que parece estar en otra película, y otros rostros realmente buenos que no se sabe muy bien en qué clase de película creían que andaban metidos, porque se esfuerzan en hacer creíble lo increíble. Todos ellos eclipsados por Gibson, claro, cuyo personaje es, además, un genio militar que puede dar lecciones a todos los generales de su bando, que cuando no reza aniquila adversarios como un jinete del apocalipsis, y cuya nobleza radica en esos inmensos ojos azules, tan azules como el fondo de las estrellas de la bandera norteamericana.

En realidad, ver a William Wallace ya se agotó en ‘Braveheart’ (id, 1995), y aquí sin falda escocesa y en otra historia nacionalista. Tengo la impresión de que Gibson perdió como nunca el sentido común.

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