'El cuervo', la constatación de una generación

'El cuervo', la constatación de una generación
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Los edificios arden, la gente muere, pero el amor verdadero es para siempre

Aún recuerdo aquel octubre de 1994 cuando trabajaba en un importante cine, ya desaparecido, de mi ciudad, donde estrenamos ‘El cuervo’ (‘The Crow’, Alex Proyas, 1994), adaptación del cómic homónimo de James O`Barr. El cine se llenaba sesión tras sesión de un montón de gente —recuerdo que de todas las edades, no sólo adolescentes con acné a punto de reventar—, que acudían no motivados por la trama de la película, o el género, sino por el morbo que suponía ver el film en el que había encontrado la muerte Brandon Lee, hijo del mítico Bruce Lee. El actor, que apenas tuvo tiempo de desarrollar su carrera cinematográfica, murió por el impacto de una bala vieja que se escondía en una pistola utilizada en una de las escenas clave de la película, aquella en la que un personaje llamado Funboy dispara contra el personaje central. Muchos creían que dicha secuencia estaba incluida en el film, pero lo cierto es que se destruyeron los fotogramas que recogen la muerte de Lee.

Pero el morbo es el morbo, y más aún cuando Bruce Lee murió en extrañas circunstancias durante el rodaje de la película ‘Juego con la muerte’ (‘Game of Death’, Robert Clouse, 1978); y todavía más cuando la muerte de Brandon Lee fue vaticinada por su padre cuando éste despertó de un coma y antes de que su hijo decidiese probar fortuna en el mundo del cine. A partir de ahí muchas leyendas urbanas circularon alrededor de la fatídica muerte de Lee hijo, y eso hizo que ‘El cuervo’ fuese un éxito allá donde se estrenó, alcanzando la categoría de film de culto. Dejando a un lado todo lo que está relacionado con el terrible fallecimiento de Lee, de tan sólo 28 años de edad, lo cierto es que estamos ante una película que fue la constatación definitiva de toda una generación, la del videoclip. Tras las cámaras, Alex Proyas, en su segundo trabajo como director, y cuyo talento está muy por encima del material del que parte.

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La historia de ‘El cuervo’ es la historia de una venganza. La de Eric Draven —un Brandon Lee que demuestra ser mejor actor en los momentos calmados que en aquellos en los que tiene que mostrar su rabia—, que regresando de la muerte hará justicia con aquellos que le asesinaron a él y a su novia, a la cual también violaron —elemento éste prácticamente obligado en toda historia sobre venganzas—. Su alma no podrá descansar tranquila hasta que la venganza se haya completado, y será el amor el causante de su “resurrección” y de esa sed de venganza. Una historia sencilla sobre el poder del amor verdadero —expresión utilizada en el relato hasta la saciedad—, sobre las injusticias, y sobre la eterna lucha entre el bien y el mal. Aunque el bien está representado aquí por una figura que surge de las sombras, y que lleva a la práctica el dicho de resonancias bíblicas “a quien hierro mata a hierro muere”. Ambientas en un inmediato futuro hipotético, ‘El cuervo’ no puede esconder en sus oscuras escenas la decepcionante simpleza de su argumento, y de la cual emana a ratos una filosofía de baratillo de andar por casa. Repito, a ratos.

Y es que ‘El cuervo’, película que sin duda resiste bien el estoico paso del tiempo, el gran amigo/enemigo del séptimo arte, posee esa extraña particularidad de ofrecer al mismo tiempo lo mejor y lo peor que uno se pueden encontrar en una película de estas características. El principal problema de ‘El cuervo’ reside en el retrato de algunos de sus personajes, sobre todo los malvados de la función. Alfred Hitchcock decía, muy sabiamente, que una película valía lo que valía su villano. El villano del presente film, sobre todo la pandilla que asesina a la joven pareja, es simple y llanamente ridículo. Una historia como la de ‘El cuervo’ requiere de unos personajes malvados que se queden grabados en la retina, que no puedan olvidarse, y eso no sucede en el film de Proyas. De hecho, resulta bastante decepcionante ver como Draven convertido ya en un fantasma, en un espectro, va liquidando uno a uno a los componentes de una pandilla, a cada cual más gilipollas —sobre todo el último que llega a niveles bufonescos—, tanto que para terminar con ellos no hacía falta volver de entre los muertos. Dicho de otra forma, Draven lo tiene demasiado fácil.

Tal vez, con vistas a llegar a un público más amplio, el guión, obra de David J. Schow y John Shirley, se olvida de la sutileza, y caminando por la evidencia y la obviedad, propone un film cuya verdadera fuerza se encuentra en el trabajo de dirección y en algunos pequeños detalles. Tal y como reza una de las frases de diálogo del film, “nada es trivial”, ‘El cuervo’ gana enteros en esos pequeños detalles, mucho más interesantes. Así podemos encontrarnos con la rabia de Draven en la tienda de empeños y el dueño de ésta —“cada uno de estos anillos es una vida destrozada“—, o la sordidez que se encierra tras el hecho de que la mano derecha del villano —Michael Wincott, como siempre expuesto al exceso—, una asiática perversa, desee con ansia los ojos de sus víctimas, o esas alusiones al mítico relato de Edgar Allan Poe, germen sin el cual no existirían ni el cómic de O´Barr ni la película. Alex Proyas pone todo su entusiasmo, y como buen esteta que es, dota al film de un sentido visual que lo es todo.

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Dejemos a un lado los flashbacks, totalmente innecesarios —el de la violación y asesinato de Draven es efectista y tramposo hasta niveles insultantes—, a excepción del último, cuya función tiene un gran calado emocional —“toma esto, yo no lo quiero; treinta horas de dolor“—. En ellos lo peor del estilo MTV, muy presente en el film, salta a la vista, zooms exagerados, o jugueteos con las tonalidades fotográficas, que no hacían otra cosa que constatar lo que en los 80 ya venía haciéndose en films dirigidos por Tony Scott o Adrian Lyne. Afortunadamente el resto del film es un deleite visual para los ojos, y Proyas deja imágenes para el recuerdo. Esa ciudad, siempre oscura —en su posterior y superior ‘Dark City’ (id, 1998) lo desarrollaría aún mejor—, perfectamente fotografiada por Dariusz Wolski, sus amenazantes calles y recovecos proponen un mundo que parece no tener esperanza, a pesar de que la inocencia camina por ellas, representada en una solitaria niña, necesitada de amor materno, y un policía único en su especie.

Un cuervo, portador de las almas que deben pasar al otro mundo, sobrevolando dicha ciudad y acompañando a nuestro héroe, o antihéroe, se ha convertido en todo un icono. No podemos negar su influencia en el cine posterior de superhéroes, aunque el film juega con elementos muy conocidos y no puede evitar caer en algunas de las modas imperantes en el cine de aquellos años —¿por qué muchos de los clímax de cierto tipo de películas se desarrollaban en lo alto de un edificio?—, pero hay que reconocerle cierto poder evocador y cautivador, que sin duda tiene que ver con los elementos atemporales de su trama. El amor, ése que todos anhelamos y deseamos, interrumpido violentamente. La muerte como tránsito, no como final. La soledad del eterno enamorado, sumido en las sombras que lo ayudan en su venganza; y el dolor liberado, expulsado, casi exorcizado, para poder descansar en paz. Todo ello con una más que solvente puesta en escena, y un remix de canciones de grupos como The Cure, Nine Inch Nails, Rage Against the Machine y Pantera —otra de las claves de su éxito—, entre otros, que terminan de hacer el resto.

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