David Lynch: 'Cabeza borradora', niños deformes y mentes grotescas

David Lynch: 'Cabeza borradora', niños deformes y mentes grotescas

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David Lynch: 'Cabeza borradora', niños deformes y mentes grotescas

La filmografía, como director de largos, de David Lynch, no puede empezar con una película más “Lynch”, dicho de modo zafio. Siendo uno de los pocos afortunados que, en 1970, ingresan en el AFI para cursar estudios especiales de cine, David Lynch pone todo lo que tiene para filmar una película en la escuela (y alrededores), cuyo rodaje roza lo amateur y que se extiende (con sonorización y montaje), durante siete años de su vida, hasta que por fin ve la luz (nunca mejor dicho, y perdón por la broma fácil) en 1977.

Filme absoluta y totalmente inclasificable, que por momentos parece una parodia, pero también un filme de horror, o surrealista, o experimental. En realidad, es todo eso, y nada a la vez. Simplemente, es un Lynch, y como tal sus reglas son propias, y su universo (pocas veces puede decirse esta palabra con propiedad acerca de un director) absolutamente personal e intransferible. Delirante, gozoso, su vocación antinarrativa lo coloca en la picota de lo interpretable, o lo subjetivo. Un debut deslumbrante y suicida.

Muchos de los temas, obsesiones e imágenes habituales del director tienen su germen en ‘Cabeza Borradora’, en la que, además, se pueden rastrear las influencias o gustos cinematográficos del director con mayor nitidez que en otras películas posteriores. Admirador de Jacques Tati o de la fundacional ‘Freaks’ (Tod Browning, 1932), así como del cine mudo y del expresionismo alemán, no resulta complicado establecer estas afinidades a lo largo de una historia onírica y pesadillesca hasta extremos inimaginables, que tiene el coraje de despreciar cualquier atisbo de coherencia argumental, en favor de una coherencia surrealista, no siempre igual de bien armada.

Porque el estilo Lynch, consistente en unir ideas de un modo instintivo y emocional, más que lógico o secuencial, a veces funciona con fuerza inusitada, y otras veces se niega a tenerse en pie. En ‘Cabeza borradora’ hay más de lo primero que de lo segundo, aunque de esto también hay, sobre todo en su tramo final. Pero lo que no se puede negar es que se trata de uno de los debuts más deslumbrantes y valientes en muchos años de cine.

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El infierno industrial

Con ‘Cabeza borradora’ Lynch comienza a trabajar en algunas disciplinas que serán claves en su trabajo posterior:

1. El diseño de sonido: esencial para comprender de manera profunda el pensamiento creativo de Lynch. En esta su primera película Lynch echa el resto principalmente en el sonido, que le llevó varios años mezclar y completar, y que está compuesto de ecos, reverberaciones, sonidos bulbosos, chirridos helados. Narrativamente, componen más de la mitad de la película.

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2. El diseño de arte: también de Lynch, que como diseñador de muebles, se encarga aquí de todo lo relativo a objetos y atrezzo, para construir un universo gráfico completamente personal. En el futuro, él no se encargará de este departamento, pero siempre dejará su impronta característica.

3. El diseño de la luz: que incide más a un nivel anímico que a uno meramente pictórico, a pesar de ser pintor el propio Lynch. Podría decirse que pinta la pantalla con las emociones, y que éstas están expresadas con luz.

Los tres elementos son trenzados entre sí para dar cuerpo y forma a este infierno industrial en el que un hombre insignificante (Jack Nance, que llegó a trabajar otras seis veces con el director, y que murió en 1996 bajo extrañas circunstancias), de estrafalario peinado, deja embarazada a su novia, la cual da a luz a un deforme bebé prematuro. Los sonidos industriales, los diseños plásticos enrarecidos y sin alma, la fotografía en blanco y negro con profusión de sombras violentas, construyen a la perfección un entorno notablemente pesadillesco.

Para Lynch, el mundo es una amalgama de metales retorcidos, ruidos y freaks
. Y sólo en el espacio exterior (¿el espacio de la mente más oculta?) podemos encontrar cierta paz. De hecho, comenzamos con un extraño plano onírico en el que parece que viajamos por el universo, y orbitamos alrededor de un planeta con toda la apariencia de un cerebro. En la superficie de ese cerebro un extraño objeto metálico con un agujero en su interior. Y en el interior de ese agujero un hombre sin nombre que acciona palancas herrumbrosas. El poder surrealista de las imágenes de Lynch en todo su esplendor.

Muchos dicen que es una película que transcurre por entero en la cabeza de Henry Spencer, y no es cierto. Con su exagerada cabeza, su anhelo de evasión (el teatro que habita en su radiador), el mayor problema de Henry es, precisamente, que no le dejan vivir en su cabeza, sino que debe doblegarse a las miserias de la vida terrenal, plagada de monstruos, entre ellos su propio hijo. Más que una parábola sobre la paternidad, es una metáfora de la imposibilidad de ser feliz en un mundo miserable (donde el sexo es una pasión peligrosa, y la comida siempre es repulsiva), mientras que en nuestro interior aún tenemos alguna posibilidad de escape.

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Claro que al pobre de Henry Spencer no le dejan tranquilo ni en su mente, donde el hombre sin nombre (claro antecedente de otros personajes lynchianos, como el que interpreta Robert Blake en ‘Lost Highway’) podría representar la conciencia, los celos o directamente la locura, antítesis directa de la extraña (todo aquí es extraño) cantante que surje del escenario contenido en su radiador. La letra de su canción es bien explícita (“In heaven, everything’s fine”), así como su gesto de aplastar con el pie los diversos espermatozoides gigantes (y también deformes) que le arrojan. Una cantante también deforme facialmente, pero que desprende la luz más intensa de la película.

¿Podemos, por tanto, establecer que este es un relato acerca de la monstruosidad del ser humano, de la pesadilla de la existencia, en contraposición a la luz de la no existencia, de la libertad y falta de dolor (ruidos) del espacio y del cosmos de la mente? El plano final, con ambos abrazados y fundiéndose en una luz cegadora, me parece que corresponde con esta lógica espiritual. Lógica que es la única que subyace de un relato onírico que se va deslavazando a medida que avanza, pues la técnica de asociación intuitiva de Lynch funciona bien al principio, armando la pesadilla creciente de Henry, pero pierde fuerza al final, cuando Henry pierde literalmente la cabeza, las ideas comienzan a desdibujarse, y el crescendo emocional es insuficiente. Una lástima

Conclusiones

Suicida debut cinematográfico de un director que regresaría a esa lógica anti-narrativa con mayores éxitos (y también mayores fracasos) en el futuro, y que le valió para darse a conocer y para ser contratado en el importante proyecto acerca de la trágica vida de Joseph Merrick. Es imprescindible zambullirse en sus imágenes, tanto si se quiere defender a Lynch, como si se le quiere atacar con mayor rotundidad.

El humor, el surrealismo, lo onírico, arranca aquí en toda su pureza, así como algunos de los defectos de Lynch, soslayados por su casi infinita capacidad de sugerencia.

Especial David Lynch

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