Críticas a la carta | 'Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto'

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Un gángster endeudado se descubre libre de todo peligro cuando su antiguo jefe le disculpa de toda deuda, pero, claro, habrá un último trabajo, en apariencia sencillo: asustar al novio del último capricho (femenino) de su hijo, un psicópata pedófilo al que cree capaz de redimir. Con pocas posibilidades de declinar la oferta, el gángster reúne a un equipo de criminales retirados para ejecutar el trabajo. Y, habrá adivinado el lector, que esta orden sencilla se llenará de un baño de sangre en el que, visto el título, habrá nulas posibilidades de salir con vida.

Eran los tiempos de Miramax y del éxito inesperado de ‘Pulp Fiction’ (id; 1994), eran los tiempos de lobos de Sundance y jóvenes dispuestos a ser devorados por otra mutación (nueva) del sistema, perfectamente relatada por Peter Biskind en su excelente crónica sobre esa generación en la que la revolución industrial más importante la protagonizaron Harvey Weinstein y Quentin Tarantino. Así que no es descabellado teorizar que el guión de Scott Rosenberg recibiera luz verde debido al boom tarantiniano, ni resulta difícil emparentar esta película con ‘Sospechosos habituales’ .

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Ha escrito Jonathan Rosenbaum que la película carece de estilo, pero es, sin embargo, estilizada y no podría estar más de acuerdo con la afirmación. El cine negro original, movimiento que según muchos historiadores termina en 1958 con ‘Sed de Mal’ (‘Touch of Evil’, 1958), se forjó, sobre todo, en el estilo, en la construcción de una retórica que dotaba de un énfasis expresivo insólito a los espacios urbanos y resaltaba los escenarios, con ello la misé en scène, como una parte vital del estilo. El manierismo que se desarrolla en el neo noir tontea con un peligro y es el de confundir la repetición de los tópicos y arquetipos, sin ningún tipo de conciencia o novedad, como materia estilística, como valor per se, cuando de lo que estamos hablando es, efectivamente, de estilización, de imitación, de una actitud que viene de otras películas (las de los cincuenta) antes que de algún tipo de pensamiento sobre estas o sobre la realidad de sus personajes.

Con esto quiero decir que, por ejemplo, la ironía del cine de Tarantino tiene su razón de ser (o su perfecta superficialidad) en la influencia del francés Jean-Luc Godard, el tratamiento irónico de los hermanos Coen invita a reflexionar sobre el género y sus convenciones y estamos en un caso contrario. Pero, incluso asumiendo que el terreno de la reflexión no sea el asunto, pensar en ‘Reservoir Dogs’ (id, 1991) y en su contundencia y hasta originalidad en la puesta en escena, en el golpe que supuso encima de la mesa, es pensar en un tipo muy diferente de película. Esta cinta que nos ocupa estaría más cerca, también, del venidero Guy Ritchie, un artesano con ínfulas de auteur cuyas obras serían mucho menores a esta cinta que nos ocupa, afortunadamente menos autoconsciente y más narrativamente directa.

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Gary Fleder no dirigió grandes películas después y dotó a esta de un ritmo trepidante, contando con la complicidad expresa de que el guionista era un antiguo compañero de clase y de que Denver parece un escenario un poco inusual para el cine negro (basado siempre en las urbes angelinas y neoyorquinas, tal vez Chicago) que aquí se pretende, con esta tensión continuada y este cierta cierta facilidad con la que todo ocurre. Las películas posteriores de su director demostraron hasta qué punto trabajó aquí con los moldes preestablecidos de un género y con una rotundidad que no dependía tanto de su talento como de la historia y de convertir la dramaturgia en algo más rápido que coherente, principalmente entretenido. El culto que ha recibido el film a posteriori se debe a dos razones, principalmente, y una de ellas está en Denver, convertida en metáfora de la película, cine negro canónico y estilizado, dispuesto a ser consumido (y visto) como un disparo (o un tequila).

El otro elemento por el cual la película brilla es el reparto, coral y magnífico, que brinda unas interpretaciones especialmente memorables de todos los actores, capaces de levantar a la película por encima de la media y seguramente responsables de su status de quo. Destacan todos: Christopher Walken, en su eficaz modo amenazador, William Fichtner, Gabrielle Anwar sacando provecho de su sensualidad, el siempre imprescindible Steve Buscemi (ya habitual en este tipo de películas y entonces la presencia imprescindible gracias a los hermanos Coen y a Tarantino) y un sorprendente Andy Garcia, llevando el protagonismo con una liviandad adecuadísima. El más sorprendente es, indudablemente, Treat Williams, dando la nota más insólita en su registro de pervertido psicótico de regusto necrófilo y carácter implosivo.

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