'Ratatouille', para pasarlo en grande

'Ratatouille', para pasarlo en grande
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“Tengo un secreto. Es un poco perturbador. Tengo una ra…tengo una raaaaa….”

- Linguini

Confieso al lector que hasta hace poco tiempo no había tenido oportunidad de ver entera la octava película de animación de la casa que, a estas alturas, es la más importante en el género desde que Walter Elias Disney fundó The Walt Disney Company. Al menos, en el cine occidental. Y no la había visto en su totalidad por una de esas extrañas manías que, unidas a coincidencias, imposibilitan ver una película hasta bastante tiempo después de su estreno. Y lo que había visto no me había parecido nada espectacular, sobre todo comparado con ‘Los increíbles’ (‘The Incredibles’, Brad Bird, 2004) o con ‘Buscando a Nemo’ (‘Finding Nemo’, Andrew Stanton, Lee Unkrich, 2003). Pero resulta que ‘Ratatouille’ (id, Brad Bird, Jan Pinkava, 2007) pertenece a ese tipo de “películas río”, que quizá deja algo indiferente si se ven secuencias sueltas, por muy brillantes que estas sean, y que sólo se percibe en su arrollador ingenio si se observa desde el principio hasta el final, sin interrupciones, y te dejas arrastrar tan a gusto por un torrente de imaginación con el que es imposible no pasarlo en grande.

Digo esto porque tengo la costumbre de revisar secuencias sueltas de grandes películas, para animarme o inspirarme, y con algunas historias esto es imposible. Están tan calculadas en su totalidad, cual preciso mecanismo de relojería, que la única forma de acceder a una extraña complicidad con ellas es volviéndolas a ver enteras, que es lo que he hecho yo cuatro veces casi seguidas con ‘Ratatouille’ antes de ponerme a escribir este texto. Y de esta forma he podido constatar hasta qué punto la Pixar, y su fabuloso equipo de guionistas, saben agarrar la atención del espectador con diabólica precisión, y no le sueltan hasta el mismo final, pertrechados con un arsenal de trampas increíblemente bien dispuestas para que hasta el más veterano cinéfilo, o el analista más puñetero (yo mismo…) caigan rendidos, se olviden de todo, y se entreguen sin fisuras y con pasión al consumado arte de narrar de estos individuos maravillosos, que saben muy bien lo que están haciendo, cual pandilla de conspiradores. Tanto es así, que ‘Ratatouille’ se ha convertido, al fnal, en mi película Pixar favorita junto a esa gozada de ‘Toy Story 3’ (id, Lee Unkrich) que tantas alabanzas levantó el año pasado.

Todos tenemos un sueño

Seguiremos a la rata Remy, que posee un sentido del olfato destinado a cosas más importantes que detectar venenos en la comida, tal como le exige su familia. Él es un artista de la cocina, y ama el buen comer tanto como un pintor puede amar su arte. Ya desde el comienzo queda muy bien fijada la búsqueda de un sueño casi irrealizable (convertirse en chef) frente a cuestiones más pragmáticas. Una lucha que probablemente comparten con Remy muchos artistas, que verán en los esfuerzos de Remy por arreglar una mala sopa o por convertir a un mal cocinero en una máquina de preparar exquisitos platos, un reflejo de su propia búsqueda de belleza y placer. Porque al final, con la presencia de ese personaje tan imponente de Anton Ego (que tanto regocijo causará a los que odian a los críticos…y luego se pasan el día leyendo críticas), la película habla sobre la creación y sobre el comentario crítico a esa creación, más que sobre realizarse en la vida o sobre la necesidad de hacer aquello que a uno le gusta, antes que aquello que necesita. Por supuesto que también habla de lo complicado que es cocinar bien, y de las propiedades de la buena cocina. Viendo la película entra un hambre devoradora.

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Pero sin duda la historia de ‘Ratatouille’ es una historia muy sencilla y muy lineal. En realidad, los creadores de la cinta se han esforzado mucho más, como si se trataran de expertos chefs, en seleccionar y cuidar bien los ingredientes que en preparar un menú fastuoso, si se me permite la fácil figura retórica. No es que la trama sea originalísima (aunque sí es bastante original y su desarrollo es insuperable…) ni que se pretenda descubrir ningún Mediterráneo. Jim Capobianco, Jan Pinkava y el propio Brad Bird construyen un guión con la más clásica forma de la comedia de enredos, y con un varias soluciones brillantes para darle una forma única. Que la rata protagonista se alíe con el inútil de buen corazón Linguini para cocinar escondido en su sombrero, tirando de su pelo para indicarle qué hacer, es un hallazgo cómico brillantísimo, que funciona a la perfección, y con el que se funde lo pragmático (la necesidad de Linguini) con lo artístico (el talento de Remy) para triunfar en la historia.

El equipo de cineastas afrontó el peliagudo problema de diseñar una comida que fuera realista y que resultara deliciosa a los ojos. Fue un gran reto que el equipo superó con nota. Como también es notable la caracterización de todos y cada uno de los personajes, por más que la mayoría parte de arquetipos muy definidos (como suele ser habitual en Pixar…) y de caracteres bastante extremos (el idealista Remy, el torpe Linguini, el abyecto Skinner, el glotón Émile, el elitista Ego, la perspicaz Colette…). Pero Bird y su equipo de guionistas sabe dotar de una vida a estos personajes que es díficil de describir con palabras, confiando en un naturalismo y en un hiperrealismo que dota de increíbles detalles numerosos comportamientos, gestos, réplicas, miradas… Con gran sabiduría, concentran toda la emoción en una aparentemente infinita gama de sensaciones en los ojos de sus personajes, animados con un mimo extraordinario, y uno se sorprende siguiéndoles como si fueran seres de carne y hueso, olvidándose de la trama y cautivado por un torrente de imágenes casi musicales por el perfecto ritmo y fluir que destilan. ¿Hace falta añadir que la planificación, el montaje, los juegos de profundidad de campo, son admirables?

Dicen que Pixar es una fábrica de obras maestras, o el último reducto de gran cine americano. Yo no diría tanto. Simplemente los chicos de Pixar no hacen más (ni menos, también es cierto) que lo que los grandes estudios de la época dorada de Hollywood lograron durante varias décadas: construir historias perfectas, en las que nada faltara y nada sobrara, en las que el director, asumiendo su rol de director de orquesta, se encargaba de que todo funcionara sin el menor resquicio de duda, puliendo cada una de las piezas con ternura y cariño, olvidándose de lo vanguardista o subversivo del arte, pero acordándose siempre de que el espectador lo pasara en grande. Es decir, la Pixar es heredera, continuadora, de ese estilo de cine narrativo y comercial. Quizá los únicos. Y por eso los que han crecido con ese tipo de cine les adoran. Se lo han ganado a pulso: currándose cda película como si fuera la última, trabajando los guiones y los caracteres al máximo, no durmiéndose jamás en los laureles del éxito, llevando cada vez más allá sus formas y su estilo.

Lo mejor, lo peor, imagen favorita

Lo peor es que se acaba y tenemos que volver a sufrir comedias mediocres. Lo mejor, para mí, cualquier escena en la que Remy le ordena a su marioneta Linguini cómo moverse y qué elegir para cocinar. Mi imagen favorita es esa ratita minúscula recibiendo en soledad al crítico gastronómico en su cocina.

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